miércoles, 25 de julio de 2007

La Caja de Pandora


En una misma mañana, tres mensajes venidos de continentes diversos: un correo electrónico del periodista Lauro Jardim, pidiéndome que le confirme unos datos sobre una nota acerca de mí, y mencionando la situación en La Rocinha, Río de Janeiro. Una llamada telefónica de mi mujer, que acaba de regresar a Francia: había estado de viaje con una pareja de amigos franceses, para enseñarles nuestro país, y los dos habían terminado asustados, decepcionados. Por último, el periodista que viene a entrevistarme para un canal de televisión ruso: ¿es verdad que en su país, entre 1980 y 2000, murieron asesinadas más de medio millón de personas? Claro que no es verdad, respondo. Pues bien, lo es: me muestra datos de “un instituto brasileño” (de hecho, el IBGE, Instituto Brasileño de Geografía y Estadística). Me quedo callado. La violencia de mi país atraviesa los océanos, las montañas, y llega hasta este lugar de Asia Central. ¿Qué se puede decir? Decir algo no basta, puesto que las palabras que no se transforman en acción “traen la peste”, como decía William Blake. Yo intenté hacer mi parte: creé, junto a dos auténticas heroínas, Isabella y Yolanda Maltarolli, un instituto en el que intentamos dar educación, cariño, amor, a 360 niños de la favela Pavão-Pavãozinho. Sé que en este momento existen miles de brasileños que están haciendo mucho más, trabajando en silencio, sin ayuda oficial, sin apoyo privado, sólo para no dejarse dominar por el peor de los enemigos: la desesperanza. En algún momento pensé que, si cada uno hiciera su parte, las cosas cambiarían. Pero esta noche, al contemplar las montañas heladas de la frontera con China, tengo mis dudas. Puede que, después de todo, aunque todos hagamos nuestra parte, siga siendo verdad el dicho que aprendí de niño: “contra la fuerza no hay argumentos”. Miro de nuevo las montañas, iluminadas por la luna. ¿Será verdad que contra la fuerza no hay argumentos? Como todos los brasileños, he intentado, he luchado, me he esforzado por creer que llegaría el día en que la situación de mi país mejoraría, pero a cada año que pasa las cosas parecen más complicadas, independientemente de quien gobierne, del partido, de los planes económicos, o de la ausencia de éstos. He visto violencia en los cuatro rincones del mundo. Recuerdo una ocasión en el Líbano, poco después de la devastadora guerra, en que me encontraba paseando por las ruinas de Beirut con una amiga, Söula Saad. Ella me comentaba que su ciudad ya había sido destruida siete veces. Le pregunté, en tono de broma, por qué no desistían de reconstruirla y se mudaban a otro lado. “Porque es nuestra ciudad”, respondió. “Porque sobre el hombre que no honra la tierra donde están enterrados sus ancestros, cae una maldición eterna.” El ser humano que no honra su tierra, no se honra a sí mismo. En uno de los clásicos mitos griegos de la creación, uno de los dioses, furioso porque Prometeo ha robado el fuego para dar la independencia al hombre, envía a Pandora para que se case con su hermano, Epitemeo. Pandora llevó consigo una caja que tenía prohibido abrir. Sin embargo, del mismo modo que Eva en el mito cristiano, su curiosidad es más fuerte: levanta la tapa para ver su contenido, y en ese momento todos los males del mundo salen de ella y se esparcen por la tierra. Sólo una cosa queda dentro de la caja: la Esperanza. Por eso, pese a que todo indique lo contrario, pese a mi tristeza, pese a mi sensación de impotencia, pese a estar en este momento casi convencido de que nada irá a mejor, no puedo perder lo único que me mantiene vivo: la esperanza, esa palabra sobre la que tanto ironizan algunos pseudo-intelectuales, considerándola un sinónimo de “engaño”. Esa palabra tan manipulada por los gobiernos, que prometen sabiendo que no van a cumplir y desgarran así aún más el corazón de las personas. Esa palabra muchas veces está con nosotros por la mañana, es herida en el transcurso del día, muere al anochecer, y resucita con la aurora. Sí, existe el proverbio “contra la fuerza no hay argumentos.” Pero también existe el proverbio “mientras hay vida hay esperanza.” Y yo me quedo con éste, mientras miro las montañas nevadas en la frontera con China.


Nota: Celho permite la reproduccción para su divulgación del contenido de la pagina de la cual fue tomado este texto.

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