por Poldy Bird
Esta dura batalla de vivir nos embarulla. Queremos abarcarlo todo con los brazos abiertos, extendidos, y los ojos perdidos en un horizonte circular que se aleja a cada paso que damos hacia él. Estos ojos vueltos hacia afuera, siempre hacia afuera, tratando de descubrir la precisión de los contornos, la realidad de las imágenes.
Esta mente con su fichero numerado, catalogando cosas, actos pasiones, sentimientos, gentes. El trabajo es arduo, interminable. La balanza no cesa de pesar. Ayer teníamos un jardín con mariposas, con ranas, con charcos, con un ángel de conocido rostro que enlazaba la diminuta mano de la infancia y nos enseñaba canciones para entonar la música de las rondas.
Queríamos porque sí. No nos culpábamos de nada ni buscábamos culpables.
Éramos blancos, íntegros y nuestros. Nos asombrábamos de la maravilla de una flor, de los ojos fosforescentes de los gatos transitando la noche, de los bichos de luz, de la voz de la madre anunciando la sopa caliente o los buñuelos, del padre fuerte y cansado regresando a la tarde del trabajo. La vida era un abrigo tibio en el invierno y un aire azul por el que nuestro cuerpo navegaba en el verano. Un aire azul y un ángel…, siempre el ángel.
¿Qué pasó después? Amontonamos cifras, dimos nombre a los ríos y a las ciudades, dimos nombre a esa ternura natural que surgía de nosotros como un manantial interminable.
La llamamos “amor” y escogimos cuidadosamente a quienes podían recibirlo, a quienes podíamos aceptárselo. Y aquel camino ancho, aquel camino llano, se fue estrechando hasta transformarse en una callecita angosta, en un desfiladero por donde sólo podemos pasar de uno en fondo. De uno en fondo y cada vez con menos equipaje. Lo primero que dejamos fue el ángel. Después los sueños. Más tarde la ilusión, la fantasía y hasta la generosidad.
Cada vez más desconfiados, empezamos a escrutar los ojos de quienes nos rodeaban, a estudiar sus movimientos: ¿iban a acariciarnos o a golpearnos?. Nuestras alforjas se llenaron de inquietudes, de miedos, de vanidades, de egoísmo. Separamos “lo nuestro” de lo de los demás, pusimos un cerco para proteger nuestro lugar, bebimos ávidamente nuestra agua, comimos hambrientamente nuestro pan, más del que nuestra hambre nos pedía, por las dudas de que alguna vez llegara a faltarnos… y empezamos a llamar “superfluas” a cosas como los barriletes, las oraciones y los milagros.
Y ya el cielo no nos pareció tan grande ni la tierra tan inmensa, ni tan valiente el hombre, ni tan tierno el pecho amigo, ni tan desinteresada la mano que se ofrecía a estrechar la nuestra. Y defendiéndonos de los otros, los marginamos.
Pero la culpa es nuestra. Porque miramos al hombre con su traje planchado y sus zapatos nuevos y su nombre completo, olvidando que adentro de cada uno hubo un chico que jugó en el mismo jardín que un día tuvimos, un chico con un ángel igual al ángel que nos llevaba de la mano… No quiero ser amarga, sólo quiero decirle que he sufrido, como usted, como todos…, sólo quiero decirle que estuve triste como usted, como todos, y de pronto me sentí encerrada, y de pronto me sentí prisionera, incapaz de dar un paso más, de reír, de ser feliz, completamente feliz… Hasta hace un rato.
Hace un rato crucé por una plaza. No sé por qué pasé junto a las hamacas y un chiquillo me dijo: “Hamáqueme fuerte, quiero tocar el cielo con los pies”. Me lo dijo sin preguntar mi nombre, sin preguntar si yo era buena, sin preguntar cuánto dinero llevaba en mi cartera.
Solamente me dijo hamáqueme hasta el cielo, y no se puso a calcular los metros que lo separaban del cielo. ¿Para qué? Estaba allá. Era azul. Era ancho. También podía ser suyo. Tenía derecho a él.
Dejé mi cartera sobre la arena, lo hamaqué con todas mis fuerzas.
-¡Lo toco!
-Gritaba entusiasmado-. ¡Lo toco! ¿Ve? Reía.
Y su risa era una cuchara de plata tintineando en el cristal del aire. Y mi risa era también una campana azul en el aire de enero.
Alguien, a mi costado, reía conmigo. Reía en esta tarde, reía porque sí. Era el ángel. El ángel antiguo y vapuleado, el ángel olvidado, el ángel de la infancia que por fin encontró un lugar libre junto a mí y, sin pedir permiso, se agarró de mi vestido, se zambulló en mi cuerpo y me ayudó a hamacarlo.
En la mitad del día, en la mitad del dolor, quebrando la seriedad de nuestro oficio de adultos austeros, reconcentrados, grises, hay siempre un chico volando en una hamaca. Un chico que somos nosotros mismos queriendo tocar el cielo como sea. Basta con detenerse a hacerlo.
Basta con agarrar su mano leve y decirle despacio las cosas más disparatadas y hermosas: que es lindo estar vivo, que el corazón no necesita un motor a chorro para tocar las nubes, pues sube solo, como el incienso de las bendiciones, si lo dejamos escapar un instante de la rutina. La verdad es esa, simplemente, esa cosa tan simple que de tan simple tenemos olvidada.
Cuando dejé la plaza, en mi pecho reverberaba una fuente. Iba sonriendo. Algunos se detuvieron para mirarme, y sonrieron también. Creían que le sonreían a una muchacha sola y un poco loca que se reía por nada. No sabían que también le estaban sonriendo a un ángel invisible que iba colgado de mi brazo. FIN
¿Qué nos sucedió? Es simple… Nos olvidamos de nosotros mismos
Esta dura batalla de vivir nos embarulla. Queremos abarcarlo todo con los brazos abiertos, extendidos, y los ojos perdidos en un horizonte circular que se aleja a cada paso que damos hacia él. Estos ojos vueltos hacia afuera, siempre hacia afuera, tratando de descubrir la precisión de los contornos, la realidad de las imágenes.
Esta mente con su fichero numerado, catalogando cosas, actos pasiones, sentimientos, gentes. El trabajo es arduo, interminable. La balanza no cesa de pesar. Ayer teníamos un jardín con mariposas, con ranas, con charcos, con un ángel de conocido rostro que enlazaba la diminuta mano de la infancia y nos enseñaba canciones para entonar la música de las rondas.
Queríamos porque sí. No nos culpábamos de nada ni buscábamos culpables.
Éramos blancos, íntegros y nuestros. Nos asombrábamos de la maravilla de una flor, de los ojos fosforescentes de los gatos transitando la noche, de los bichos de luz, de la voz de la madre anunciando la sopa caliente o los buñuelos, del padre fuerte y cansado regresando a la tarde del trabajo. La vida era un abrigo tibio en el invierno y un aire azul por el que nuestro cuerpo navegaba en el verano. Un aire azul y un ángel…, siempre el ángel.
¿Qué pasó después? Amontonamos cifras, dimos nombre a los ríos y a las ciudades, dimos nombre a esa ternura natural que surgía de nosotros como un manantial interminable.
La llamamos “amor” y escogimos cuidadosamente a quienes podían recibirlo, a quienes podíamos aceptárselo. Y aquel camino ancho, aquel camino llano, se fue estrechando hasta transformarse en una callecita angosta, en un desfiladero por donde sólo podemos pasar de uno en fondo. De uno en fondo y cada vez con menos equipaje. Lo primero que dejamos fue el ángel. Después los sueños. Más tarde la ilusión, la fantasía y hasta la generosidad.
Cada vez más desconfiados, empezamos a escrutar los ojos de quienes nos rodeaban, a estudiar sus movimientos: ¿iban a acariciarnos o a golpearnos?. Nuestras alforjas se llenaron de inquietudes, de miedos, de vanidades, de egoísmo. Separamos “lo nuestro” de lo de los demás, pusimos un cerco para proteger nuestro lugar, bebimos ávidamente nuestra agua, comimos hambrientamente nuestro pan, más del que nuestra hambre nos pedía, por las dudas de que alguna vez llegara a faltarnos… y empezamos a llamar “superfluas” a cosas como los barriletes, las oraciones y los milagros.
Y ya el cielo no nos pareció tan grande ni la tierra tan inmensa, ni tan valiente el hombre, ni tan tierno el pecho amigo, ni tan desinteresada la mano que se ofrecía a estrechar la nuestra. Y defendiéndonos de los otros, los marginamos.
Pero la culpa es nuestra. Porque miramos al hombre con su traje planchado y sus zapatos nuevos y su nombre completo, olvidando que adentro de cada uno hubo un chico que jugó en el mismo jardín que un día tuvimos, un chico con un ángel igual al ángel que nos llevaba de la mano… No quiero ser amarga, sólo quiero decirle que he sufrido, como usted, como todos…, sólo quiero decirle que estuve triste como usted, como todos, y de pronto me sentí encerrada, y de pronto me sentí prisionera, incapaz de dar un paso más, de reír, de ser feliz, completamente feliz… Hasta hace un rato.
Hace un rato crucé por una plaza. No sé por qué pasé junto a las hamacas y un chiquillo me dijo: “Hamáqueme fuerte, quiero tocar el cielo con los pies”. Me lo dijo sin preguntar mi nombre, sin preguntar si yo era buena, sin preguntar cuánto dinero llevaba en mi cartera.
Solamente me dijo hamáqueme hasta el cielo, y no se puso a calcular los metros que lo separaban del cielo. ¿Para qué? Estaba allá. Era azul. Era ancho. También podía ser suyo. Tenía derecho a él.
Dejé mi cartera sobre la arena, lo hamaqué con todas mis fuerzas.
-¡Lo toco!
-Gritaba entusiasmado-. ¡Lo toco! ¿Ve? Reía.
Y su risa era una cuchara de plata tintineando en el cristal del aire. Y mi risa era también una campana azul en el aire de enero.
Alguien, a mi costado, reía conmigo. Reía en esta tarde, reía porque sí. Era el ángel. El ángel antiguo y vapuleado, el ángel olvidado, el ángel de la infancia que por fin encontró un lugar libre junto a mí y, sin pedir permiso, se agarró de mi vestido, se zambulló en mi cuerpo y me ayudó a hamacarlo.
En la mitad del día, en la mitad del dolor, quebrando la seriedad de nuestro oficio de adultos austeros, reconcentrados, grises, hay siempre un chico volando en una hamaca. Un chico que somos nosotros mismos queriendo tocar el cielo como sea. Basta con detenerse a hacerlo.
Basta con agarrar su mano leve y decirle despacio las cosas más disparatadas y hermosas: que es lindo estar vivo, que el corazón no necesita un motor a chorro para tocar las nubes, pues sube solo, como el incienso de las bendiciones, si lo dejamos escapar un instante de la rutina. La verdad es esa, simplemente, esa cosa tan simple que de tan simple tenemos olvidada.
Cuando dejé la plaza, en mi pecho reverberaba una fuente. Iba sonriendo. Algunos se detuvieron para mirarme, y sonrieron también. Creían que le sonreían a una muchacha sola y un poco loca que se reía por nada. No sabían que también le estaban sonriendo a un ángel invisible que iba colgado de mi brazo. FIN
¿Qué nos sucedió? Es simple… Nos olvidamos de nosotros mismos
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